Adriana Celis considera el significado de la redención para los cristianos, especialmente los inmigrantes en Estados Unidos.
por Adriana Celis

Foto por Adriana Celis y Marco Güete
Cuando escuché por primera vez, a la tierna edad de cinco años, la palabra redención en un servicio cristiano, me imaginé que hacía alusión a una especie de liberación de condena que una persona podía cargar. Sin embargo, a esa edad no dimensionaba lo vasto y lo profundo que resultaba su significado. Pues su concepto es mucho más amplio de lo que yo concebía. Según la Real Academia Española (RAE): «La redención es la acción y efecto de redimir, es decir, liberar o rescatar a alguien o algo». También se refiere a la liberación del pecado o de las consecuencias del mismo, especialmente en el contexto cristiano, donde se asocia con la obra de Jesucristo.
Si la redención es descrita como una acción de liberación, entonces la libertad que esta genera puede llegar a sanar; sanar cualquier tipo de herida, dolor, duelo o traición que una persona o comunidad pueda llegar a experimentar. Sea cual sea la razón por la que alguien llega a la redención, me pregunto:
¿Cómo Dios redime?, ¿cómo esa sanidad que produce la redención permite vivir en libertad?
Una de las obras más grandes en la Cruz del Calvario es la redención que Jesucristo conquistó para liberar a todo aquel que cree en Dios. No hay exclusión ni prejuicios por parte de Él: quien lo desee puede alcanzarla, sin importar su color de piel, estatus migratorio, origen étnico, edad o creencias. Es un regalo divino para la humanidad. Fue Cristo quien pagó por nuestros desaciertos y nos dio una libertad sin igual para dejar atrás la culpa y la vergüenza. Esa libertad trae paz… y de ella brota la sanidad.
Un ejemplo claro de ello es la transformación que Dios puede obrar en la vida de un creyente que decide, a pesar de las dudas, las desilusiones y las cargas de la vida, permitir que Él redima y transforme una existencia marcada por el quebranto, en un testimonio vivo de su poder.
Al pasar los años, he sido testigo de esta verdad reflejada en personas que viven en condición migratoria en Estados Unidos: madres solteras que, después de cruzar la frontera en busca de un futuro para sus hijos, cargaban con el peso de la culpa por haberlos dejado atrás temporalmente; hombres que, tras años trabajando en el campo sin documentos y sintiéndose invisibles y excluidos por aquellos que sí tienen una condición legal, encontraron en la fe una identidad más allá de su estatus migratorio; jóvenes que llegaron siendo niños y que, a pesar del temor constante a la deportación, hallaron en Cristo una libertad interior que ninguna ley migratoria puede otorgar. En todos ellos la redención se tradujo en dignidad, propósito y paz para seguir adelante.
Dios mismo redimió a su pueblo Israel, pero esa promesa no se quedó solo en el plano del Antiguo Testamento o en Israel mismo, pues trasciende a nuestra vida cotidiana: el creyente ya no permanece atrapado en los mismos patrones que lo hacían errar, sino que construye una existencia basada en la gratitud hacia Dios, convirtiendo culpas y heridas en fuentes de vida.