Adriana Celis comparte cómo el amor y el perdón deben impregnar nuestro carácter, incluso en medio de las dificultades.
por Adriana Celis

Foto por IA Generativa
Hay momentos en la vida en los que el camino se vuelve cuesta arriba. Las responsabilidades pesan como costales llenos de arena y la ansiedad parece tocar a la puerta cada mañana. Vivimos en un mundo agitado, saturado de noticias que nos abruman y donde encontrar paz parece una tarea imposible. Ante este panorama, surge una pregunta profunda: ¿Cómo desarrollar resiliencia en medio de circunstancias tan duras? ¿Cómo puede el perdón ayudarnos en ese proceso?
En la iglesia es común escuchar frases como «las pruebas forjan el carácter, y el carácter produce fortaleza de espíritu». Y es verdad. Pero no siempre es fácil vivir esa verdad cuando el alma está cansada. Es aquí donde el perdón se convierte en una herramienta esencial. Perdonar no es olvidar, sino liberar. Es permitirnos soltar las emociones negativas que nos atan: el resentimiento, la amargura, la frustración.
El perdón es clave para la resiliencia porque nos ayuda a mirar hacia adelante, a construir un futuro sin las cadenas del pasado. Nos abre a la compasión, a la empatía y a la posibilidad de sanar. Hoy, en una sociedad cada vez más fría y acelerada, estas virtudes parecen escasear, incluso dentro de nuestras iglesias. El amor, como dice la Biblia, se ha enfriado y, tristemente, a veces también los pastores y líderes pierden esa empatía genuina que nos hace verdaderamente humanos.
Nuestra actitud como cristianos y como menonitas— debe reflejar el ejemplo de Jesús, quien extendió sus brazos en la cruz y eligió amar hasta el final. Así también nosotros estamos llamados, cada día, a elegir el perdón sobre el odio, la compasión sobre la maldad, la empatía sobre la apatía, y el amor sobre la indiferencia.
Esa es la manera en que podemos marcar una diferencia, sin necesidad de palabras grandilocuentes, sino hablando desde lo más profundo de nuestro ser. Cada día es una nueva oportunidad para construir resiliencia, para gestar un futuro distinto, pues Dios nos dio la capacidad de crear, amar y transformar. Al hacerlo, nos convertimos en hacedores de una fe radical, una fe que se expande, que une, que construye puentes en lugar de levantar murallas divisorias.
Esta verdad la comprendí desde muy pequeña. Después del terremoto de 1999, al que sobrevivimos mi mamá, mi papá, mi hermana y yo, aprendí —de la mano de mi padre— que incluso en medio de la tragedia podemos tender puentes en lugar de erigir barreras. Que el amor, cuando es genuino, siempre será más fuerte que cualquier herida.
Nuestra vida puede dejar una huella duradera si elegimos vivir de esta manera. Vivamos, entonces, una vida que construya puentes… y no que levante murallas.