Sandra Martínez comparte la importancia de acompañar a los inmigrantes y compartir el amor de Dios a través de acciones.
por Sandra Martínez

Foto cortesía Sandra Martínez
El día que acompañé a un amigo a una cita de registro en ICE[1], el miedo se sentía en el aire. Había silencio donde normalmente hay conversación. La tensión sustituyó la alegría que suele llenar las reuniones. La familia avanzaba lentamente, agobiados por preguntas que nadie podía responder. ¿Qué pasaría hoy? ¿Saldrían juntos?
Fui a apoyar a mi amigo, pero también cargaba con mis propios miedos. Incluso con estatus legal, no me sentía segura. La falta de familiaridad con el proceso, el edificio gubernamental vigilado y la sensación de que cualquier cosa podía cambiar en un instante me llenaban de ansiedad. Sabía que estaba allí para brindarle fuerza, pero también sabía que mi presencia no era inmune al temor del momento.
Nos mantuvimos unidos porque eso es lo que hace el amor. Eso es lo que significa la comunidad. Oramos juntos, esperamos juntos y, cuando el miedo intenta aislarnos, elegimos la solidaridad. No había garantía del resultado, solo la certeza de que nadie caminará solo.
Mientras esperábamos, me encontré volviendo a las enseñanzas de Jesús, especialmente a sus palabras en Mateo 25, «fui forastero y me acogisteis (…) Estuve en la cárcel y me visitasteis».
Jesús no llama a sus discípulos a la comodidad ni a la conveniencia, nos llama a la proximidad, a la valentía y a la compasión que nos lleva más allá de los límites de nuestra seguridad y a la realidad del sufrimiento ajeno. Este momento en las oficinas de ICE no fue un asunto político distante, fue una experiencia humana y vivida de miedo, dignidad y fe.
Nuestra fe ha enfatizado desde hace mucho tiempo el discipulado radical. En esencia, creemos que seguir a Jesús no se trata solo de creer en él, sino de encarnar su amor en el mundo. Quienes nos precedieron lo comprendieron al resistir a lo establecido, rechazar la violencia y apoyar a los perseguidos incluso cuando les costó todo.
En el mundo actual, estamos llamados nuevamente a dar testimonio, especialmente ante los sistemas migratorios y la violencia de las guerras que deshumanizan y traumatizan. No podemos ser neutrales ante sistemas que oprimen. El acompañamiento no es solo un acto de amistad, es un acto de fe. Es nuestra manera de decir:
No eres invisible, no estás solo. Dios te ve, y nosotros también.
Como iglesias y líderes anabautistas, este es el momento de encarnar el Evangelio de manera concreta. No con grandes gestos, sino con presencia. Con hospitalidad. Con apoyo. Con valentía.
¿Qué puede hacer la Iglesia?
- Estar presente.
- Acompañar a las personas a citas de inmigración o audiencias judiciales. Su presencia es poderosa.
- Educar a la Congregación.
- Ofrecer foros o talleres sobre los derechos de los inmigrantes y cómo apoyar a las familias que navegan por el sistema.
- Predicar el Evangelio de la Hospitalidad.
- Recordar regularmente a la iglesia que Jesús nos llama a acoger al extraño, no solo con palabras sino también con acciones.
- Apoyar los ministerios locales para inmigrantes y refugiados.
- Colaborar con organizaciones y ministerios que atienden a las comunidades inmigrantes.
- Compartir recursos y escuchar sus necesidades.
- Orar y actuar: la oración es vital, pero debe impulsarnos a la acción. Que las oraciones de su iglesia sean el combustible que genere un apoyo tangible y una presencia sostenida.
La historia de Jesús es la historia de cómo Dios se acerca a la humanidad en nuestro miedo y vulnerabilidad. Seguirlo es hacer lo mismo. Cuando acompañamos a otros en sus momentos más inciertos, no sólo los ayudamos, sino que nos transformamos.
En un mundo que intenta separar, detener y deportar, demos testimonio de una verdad mayor: que el amor perfecto expulsa el miedo. Y ese amor, cuando se vive con fidelidad, puede ser la forma más poderosa de resistencia.
[1] Servicio de Control de Inmigración y Aduanas.